Sabías que yo no era Draco. Jamás esperé las sobras; dejaba que jugases con los tallarines que nos ―me― preparabas. No babeaba tus zapatillas; tampoco por ellas. Sé que te preguntas por qué me perdí. Todavía me pregunto por qué olvidaste mis parpadeos; por qué me quitaste el gorrión, con lo que costó. Yo, por entonces, era joven y tenía dos vidas ―dicen que siete―, pero me robabas una. Ayer un conocido común, el niño ―ya no tan niño, un poco menos repulsivo― del vecino, quiso acariciarme. Me acordé de ti y me acerqué. No había tallarines y me fui.