La respiración de Tomás se aceleró al encontrarse ante el baúl que no debía abrirse, incluso si ya estuviese abierto, porque jamás habría ni de tocarse. Hasta ese punto, Tomás había saqueado su propia casa poniendo todo patas arriba. Abrigos por aquí, pelotas de tenis a los pies de la jaula de Atila, manzanas fuera del frutero, yogures sobre la vitrocerámica. Un desastre. Había revuelto armarios, estanterías e incluso la mesita de noche de su padre. Mucha agitación. Se había subido a la encimera para alcanzar los cajones superiores de la cocina. Tomás bien pudo haberse caído y romperse el fémur, pero había pensado que el peligro era mínimo, pues Atila, que era su hámster gafe, seguía en su jaula.