Aquel día Uglu Virtanen respiraba el aroma de lúpulo en su taller artesanal de amargor cervecero. Uglu Virtanen efectuó la primera cata. Con aplomo, empapó sus labios con el espesor de una pinta. Se cercioró de su alcance. Tomó dos pintas más. Su textura embriagaba. Tras estas dos, vinieron cuatro. Saboreaba la panacea. A estas cuatro, las siguieron ocho. Estaba convencido de que la tenía que comercializar. Uglu Virtanen prosiguió con su ingesta hasta consumir toda la producción. A cada trago, sin embargo, estaba más decidido a compartirla con sus coetáneos.