Aquel día Ernesto Julca estaba exento de todo quehacer. Pensaba mucho. Obraba dentro de las fronteras del ocio. De repente, afirmó que podredumbre era un vocablo difuso. Pareciera que siempre estuviera mal escrito. Daba igual que se deletrease con corrección. Era, por tanto, la palabra incómoda que describía la vida.