Aquel día Ernesto Julca ofició una misa. Cuando terminó, comprobó que el cepillo albergaba un céntimo solitario. Sin disgustarse, agujereó el bolsillo de su pantalón e introdujo la moneda. La limosna se precipitó al suelo. La recogió. Iteró el proceso unos cuantos millones de veces. Entonces detuvo el bucle. Estaba complacido. Había ingresado un sinfín de euros. No era el algoritmo. Era la fe.