Íbamos a «San Pavo» a ver la «nueva pota», pero mi padre dio un volantazo y nos plantamos en Madrid. Se entrevistó con el presidente de la Real Academia. Estuvieron horas. Los académicos, muy rigurosos, se resistían a simplificar la fonología del castellano. Mi madre, más práctica, consultó al logopeda. El fracaso paterno es obvio. Las reglas de pronunciación se mantuvieron. Mi madre, por el contrario, conoció el éxito. Pronuncié San Pablo. Sin embargo, jamás dije potra. Ya era una yegua. No perdí el tiempo con el pasado.