Echó las hojas secas, ya machacadas, en el vaso. Añadió agua, no cualquier agua, sino una que traía de la fuente más profunda del bosque. Removió el mejunje. Desenroscó, como si fuese una bombilla, la cabeza de la muñeca y, en su interior, derramó el líquido. Volvió a enroscar la cabeza y, a modo de cóctel, agitó la muñeca. Unas gotas, en forma de hilo, salieron por el cuello, pero fueron las menos. Arropó la muñeca con una camiseta. Se la llevó a sus brazos y, con un cuidado no exorbitante, le dio un azote. Con una precisión de reloj suizo, la muñeca empezó a llorar. El plástico, que ya no era plástico, respiraba.