Aquel día Ernesto Julca observaba su guitarra. Había una pena instalada en ella. Una aflicción que se condensaba en cada arpegio. Cada sonido nacía siendo un cálculo errado. Esa balada dolida era el ataúd que reposaba en lo alto de un columpio. ¿Qué dedos sabrían juguetear con la Gibson Les Paul? ¿Quién sostendría la púa? Era septiembre. Ernesto Julca se marchaba. Su vieja Gibson lo sabía. Nadie podía evitar la lágrima sonora. Nadie la evitó.