Antes de mi primera comunión, cuando no existía el anglicismo «friki», yo ya había compartido una botella de Grog con el capitán LeChuck en aguas de la isla Mêleè. A principios de los noventa, los piratas presumíamos de gráficos en 256 colores y ocultábamos una disquetera bajo el parche. Rumbo al efecto 2000, aquel océano pasaría de 8 a 32 bits. Era impresionante. Un navío había fondeado en el río Tajo y mi entusiasmo pronto se embarcaría. Sin embargo, justo cuando los videojuegos se popularizaron en Toledo, quedé en tierra por la Fender Stratocaster de Rosendo. Aquel año dejé crecer mi primera melena.