Tras salir del piso de Verónica, Bea me invita a su apartamento. No me lo pienso: pongo una excusa, una cualquiera, la primera. Me niego. Está muy borracha. Rehúso. Ha hecho un amago de vomitar y apenas se tiene en pie. No es plan. Le beso la frente y le paro un taxi. En ese instante, me vomita encima. El taxista lo ve y se niega a acercarla. Discuto —sin energías— con él, resulta inútil. No cede, no quiere arriesgar su tapicería. Me temo que nos va a tocar andar.
A mitad de camino, Bea se abraza a mí y se mancha de su propio vómito. Supongo que lo nota, supongo que le da igual. No se separa de mí. El tiempo se congela. Posa su cara en mi cuello, me besa detrás de la oreja y su perfume me invade. Sube sus labios lentamente, sin prisas. El mundo detiene su giro para nosotros. Empieza a lamerme el lóbulo de la oreja izquierda. Sigue con mi mejilla. Para por mi nariz. Baja hacia mis labios. Me los come. Su aliento apesta, pero no importa. Me agarra, a la vez, el paquete; primero por fuera, luego por dentro de los vaqueros. Todavía llevo su vomito encima, pero incluso así me la pone tiesa.
—Ya no estoy tan borracha. —Eructa—. Perdón. Estoy mejor, estoy bien.